La ley de eponimia de Stigler, postulada en 1980, establece que ningún descubrimiento científico recibe el nombre de quien lo ha descubierto. Para demostrarlo, Stigler indica que quien primero formuló la ley que hoy lleva su nombre fue en realidad el sociólogo Robert K. Merton, aunque ideas semejantes fueron planteadas mucho antes por mucha gente.
Lo cual solo refuerza el valor de esta «ley».
Pero no nos detengamos es su apariencia de anécdota simpática: la ley de Stigler debería ayudarnos a reflexionar sobre la historia misma del desarrollo del pensamiento.
Cuando Thomas Kuhn desafió la idea de que el conocimiento evoluciona en forma «suave y acumulativa» cometió el error de ir al extremo ideológico opuesto: propuso que el conocimiento tiene claros «saltos» en su desarrollo, que él llamó revoluciones. Su idea era que luego de un período de business as usual, siempre comienzan a aparecer evidencias de que algo no va bien, generando una tensión que se transforma en crisis para finalmente resolverse con un «cambios de paradigma». Después de todo, esa idea parece llevarse bien con la narrativa que nos ofrecen los libros de historia: Primero Copérnico, luego Galileo, luego Newton, luego Einstein… y ahora solo nos queda esperar quién sigue en la lista de «heroicos revolucionarios».
El problema con todo esto es que la realidad, especialmente la realidad humana en su contexto histórico, es siempre más complicada de lo que nos gustaría admitir. Veamos un ejemplo.
En la narrativa tradicional suele ponerse la «revolución copernicana» como un punto de inflexión que cambió radicalmente la historia del pensamiento científico, pero ¿fue esto realmente así? Pues… no exactamente. No solo hablar de Ciencia, así con mayúsculas, antes del siglo XVIII es un tanto «incorrecto» (para ser suaves): Nicole Oresme discutió el heliocentrismo y una forma del principio de inercia más de un siglo antes de Copérnico y dos siglos antes de Galileo.
Y eso incluso si decidimos no hablar de Aristarco de Samos, que no solo propuso el modelo heliocéntrico en el tercer siglo antes de Cristo: ¡también colocó los planetas conocidos en el orden correcto!
Primer no: el libro de Copérnico no fue «revolucionario» en el sentido de contener ideas que nadie había pensado antes ya que mucha gente las había pensado antes. Pero un momento, me dirás, seguramente aportaba pruebas astronómicas de su modelo, ¿verdad? Pues aquí viene el segundo no: el libro es un centenar de páginas con las ideas de base seguidas de tablas y tablas de observaciones astronómicas… que él no realizó. Las primeras pruebas astronómicas en contra del geocentrismo las encontró Galileo al ver que había objetos (las lunas de Júpiter) que claramente giraban alrededor de un cuerpo distinto de la Tierra. Pero entonces tenía seguramente cálculos más completos y precisos que los existentes en la época, ¿verdad? Pues tampoco: no solo comete algunos errores matemáticos, Copérnico sigue utilizando esferas de cristal y epiciclos tal y como lo hacía Ptolomeo. Él solo cambió el centro de las órbitas de los planetas, sacándolo de la Tierra para llevarlo a un punto cercano al Sol (no el centro del Sol), idea que ya vimos no era nueva. De hecho, el propio Copérnico admite en el texto que el mejor argumento que tenía para sostener sus ideas era que resultaban «intelectualmente satisfactorias».
Círculos (incluyendo alguno excéntrico) y epiciclos en De revolutionibus orbium coelestium (la edición que tengo es parte de On The Shoulders of Giants, editado por Stephen Hawking). Y sí, otra vez una foto con la cámara del móvil.
Entonces, ¿en qué consistió realmente la «revolución copernicana», te preguntarás? Pues podría decirse que a partir de ella mucha más gente que antes comenzó a considerar el modelo heliocéntrico como algo que merecía una discusión. Antes la idea había pasado sin pena ni gloria y a partir del Revolutionibus mucha gente la tenía presente, para bien (Kepler, Galileo) y para mal (la iglesia). Es decir, la revolución copernicana consistió en presentar una idea conocida (heliocentrismo), con un modelo matemático conocido (esferas y epiciclos) en un modo que generó discusión. Lo cual no está nada mal, pero ¿es correcto tomar este punto como el centro de la «revolución» científica?
De hecho, podríamos argumentar que el cambio de paradigma en astronomía se dio en realidad más de cinco décadas más tarde con Johannes Kepler, quien tomó los magníficos datos experimentales de Tycho Brahe y buscó la mejor forma matemática que los explicara, llegando a sus tres leyes del movimiento planetario. ¿No debería ser Kepler el héroe de esta historia?
Uno de los peores pecados de la divulgación científica en particular y de la educación en general es la maldita costumbre de simplificar las cosas más de lo necesario, creando narrativas llenas de héroes y villanos más cercanos al estilo Hollywood que a la realidad. Las historias nunca son simples, los cambios nunca resultan bien definidos, las revoluciones nunca son creadas por un solo individuo en un único momento de gloria.
Asignar un único nombre al rol de «héroe», sea este Copérnico, Kepler, quien sea, es simplificar demasiado las cosas.
Quizás el mejor ejemplo de que las cosas humanas son siempre más complicadas de lo que un simple modelo pueda presentarnos es el gran revolucionario Sir Isaac Newton. Parafraseando a Neil DeGrass Tyson (quien más de una vez ha caído en el pecado mencionado más arriba) podemos decir que «Newton descubrió las leyes de la óptica, las leyes del movimiento de los cuerpos y la ley de gravitación universal, inventó el cálculo diferencial e integral y luego de eso cumplió 26 años». Newton fue ciertamente una figura clave en una revolución científica que cambió nuestro modo de ver el mundo, pero como persona inteligente que era fue capaz de encontrar no solo una explicación para los fenómenos naturales, sino también para su propia obra, diciendo en una carta escrita en 1675 a Robert Hook:
If I have seen further it is by standing on the shoulders of Giants.
(Si he visto más allá es por estar de pie sobre los hombros de Gigantes —referencia).
Newton fue un genio, posiblemente el más brillante físico teórico de todos los tiempos, pero todo lo que hizo tiene su sólida raíz en muchas cosas hechas por muchas otras personas antes de él: sin Galileo y sin Kepler, Newton no hubiera llegado tan lejos. La revolución científica necesita de la acumulación metódica de conocimientos y esta necesita de aquella: ambas están tan intricadamente relacionadas que hablar de una sin mencionar la otra es como tratar de hablar de las olas del mar sin mencionar al viento y a las mareas.